El polvo de la calima del Sahara fertiliza el Amazonas, ¿cómo es esto posible?

La historia natural del Sahara nos cuenta un pasado verde y próspero, y hoy los restos de aquella exuberancia nutren la mayor selva del mundo.

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Hace millones de años, el erial que hoy conocemos como Desierto del Sahara era un vergel. Una región de amplias praderas y densos bosques, con lagos permanentes. Un rasgo distintivo de las masas de agua que reciben las aguas procedentes de áreas tan productivas como los bosques es que acumulan gran cantidad de materia orgánica y sales minerales. Estos nutrientes son el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de una gran variedad de algas, entre las que destaca un grupo: las diatomeas.

¿Qué son las diatomeas?

Las diatomeas son un gran grupo de algas unicelulares enormemente diversificado. A diferencia de las plantas, que presentan una pared celular de celulosa, cada diatomea está encapsulada en un exoesqueleto, llamado frústula, compuesto por dos estructuras denominadas tecas, compuestas de minerales de sílice, que encajan la una en la otra como una caja y su tapa. Las tecas suelen estar laboriosamente ornamentadas con diversos patrones de poros que son propios de cada especie, y que resultan muy útiles para su identificación.

Dibujos de diatomeas realizados por Ernst Haeckel en 1904

A excepción del Mar Muerto, no se conoce masa de agua dulce o salada sin diatomeas. Por supuesto, son organismos fotosintéticos que retienen carbono y liberan oxígeno a la atmósfera. Sin embargo, su mayor virtud ecológica sucede cuando mueren. Las ornamentaciones porosas son estructuras óptimas para adsorber sustancias disueltas en el agua. De este modo, las frústulas retienen una enorme cantidad de nutrientes incluso después de muerta la diatomea: carbonatos, calcio, fósforo, el propio sílice de que está compuesta, e incluso la materia orgánica que formara parte de la diatomea viva. 

Si los restos llegan al fondo, pueden terminar sepultados junto con el resto del sedimento y fosilizar, formando un tipo de roca que llamamos diatomita, de donde se obtiene la conocida “tierra de diatomeas”.

Sin embargo, en el Sahara sucedió otro fenómeno. Cuando el agua se evaporó y los lagos se secaron, los exoesqueletos de las diatomeas, secos y reteniendo todos esos nutrientes, se convirtieron en polvo y pasaron a formar parte de la arena del desierto. De todos los lagos, destaca la conocida como depresión de Bodélé, en Chad, considerada actualmente como la mayor fuente de polvo del planeta.

El viaje al nuevo mundo

La arena del Sahara es una de las más finas que se conocen. Es fácil que el viento arrastre hasta 60 millones de toneladas de polvo al año. Al ser tan liviano, queda en suspensión en la atmósfera, y puede viajar con los vientos largas distancias, cientos e incluso miles de kilómetros, atravesando mares y océanos y precipitándose en otros continentes.

Eso es lo que ha sucedido recientemente en España. Lo llamamos calima, y causa episodios de bruma anaranjada que puede llegar a depositarse cubriéndolo todo. Si se da la situación, puede llegar a llover barro.

Sin embargo, el rumbo más habitual que toma el polvo en suspensión no es hacia Europa, sino hacia Sudamérica. En su viaje, pasa por Canarias, donde el fenómeno de la calima es muy conocido. Y todo ese polvo termina aterrizando en la cuenca del río Amazonas.

Las necesidades de la selva amazónica

El aporte del polvo africano es esencial para el mantenimiento de la selva, y para evitar que se agote su nutriente más preciado, el fósforo.

Se trata de uno de los nutrientes más limitantes de la cuenca del Amazonas. La parte biológica del ciclo del fósforo tiene una dirección muy definida, y viene dada por el arrastre del agua. Las plantas y los animales pueden intercambiarse fósforo con relativa facilidad —a través de la alimentación y de las heces—, sin embargo, el agua siempre termina arrastrándolo hacia el mar. Allí es asimilado por las algas y entra en un nuevo ciclo trófico del que difícilmente puede salir, más allá de las pequeñas cantidades aportadas por el guano de las aves marinas. Son necesarios millones de años para que, tras morir las algas, sedimentarse y fosilizar, vuelvan a emerger como rocas que el agua pueda erosionar.

Sin embargo, el Amazonas tiene una inestimable fuente que le aporta enormes cantidades de fósforo cada año. Son aquellas algas diatomeas que murieron en los lagos del Sahara y, hechas polvo, han volado con el viento miles de kilómetros hasta precipitarse con las lluvias. Es esa calima la que alimenta de fósforo a la selva amazónica. Se estima que la cantidad de polvo sahariano que recibe la cuenca del Amazonas ronda las 30 toneladas por hectárea y año. Y con él se depositan hasta 23 gramos de fósforo por hectárea y año para fertilizar la cuenca. La cantidad de fósforo que la cuenca pierde a través del río es muy similar.

El círculo se cierra

Por supuesto, todo lo que la selva amazónica produce, fósforo incluido, termina en las aguas del Amazonas, el río más largo de América. Su desembocadura de aguas lentas y tranquilas es el lugar idóneo para la proliferación de algas, como las diatomeas. Algas que retienen gran parte de los nutrientes disueltos en el agua.

Quizá dentro de millones de años, el mundo cambie tanto que el vergel que conocemos hoy como selva amazónica termine convertido en un erial, y su polvo, rico en restos de diatomeas, alimente otra jungla en algún otro paraje del planeta, proporcionándole el mismo fósforo que otrora el Sáhara le concedió a ella con su calima. Información extraída de muyinteresante.es

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